RELATOS ERÓTICOS. MARIANNE 1. ANÄIS NIN
Yo
era la madame de una casa de prostitución literaria; la madame de un grupo de
escritores hambrientos que producían relatos eróticos para vendérselos a un
«coleccionista». Fui la primera en escribir, y todos los días entregaba mi
trabajo a una joven para que lo mecanografiara en limpio.
Esta
joven, Marianne, era pintora, y por las noches escribía a máquina para ganarse
la vida. Su cabello era un halo dorado, tenía ojos azules, cara redonda y senos
firmes y turgentes, pero acostumbraba a disimular la opulencia de su cuerpo, en
vez de ponerla de manifiesto, a disfrazarse con deformados atuendos bohemios,
chaquetas anchas, faldas de colegiala e impermeables. Procedía de una pequeña
ciudad. Había leído a Proust, Krafft-Ebing, Marx y Freud.
Y,
claro está, había tenido muchas aventuras sexuales, pero existen aventuras en
las que el cuerpo no participa en realidad. Se estaba decepcionando a sí misma.
Creía que, como se había acostado con hombres, los había acariciado y había
hecho todos los gestos prescritos, poseía experiencia de la vida sexual.
Pero
todo eso era externo. En efecto, su cuerpo había sido insensibilizado,
deformado, se le había impedido madurar. Nada la había afectado profundamente.
Era todavía virgen. Lo noté apenas entré en la habitación. De la misma forma
que un soldado se niega a admitir que tiene miedo, Marianne no quería admitir
que era fría, frígida. Pero se estaba psicoanalizando.
No
podía dejar de preguntarme en qué medida la afectarían los relatos eróticos que
le entregaba para mecanografiar. Junto con la intrepidez intelectual y la
curiosidad, había en ella un pudor físico que luchaba por no revelar, pero que
descubrí accidentalmente al enterarme de que nunca había tomado desnuda un baño
de sol, y que la simple idea de hacerlo la intimidaba.
Lo
que recordaba de manera más obsesiva era una noche con un hombre al que ella no
había respondido, pero que en el momento de abandonar el estudio, la había
apretado contra la pared, le había levantado una pierna y la había penetrado.
Lo extraño del caso es que en aquel momento, no había sentido nada, pero cada
vez que recordaba la escena, se ponía ardiente e inquieta. Se le aflojaban las
piernas y lo hubiera dado todo por volver a sentir aquel cuerpo pesado
presionando contra el suyo, ciñéndola contra la pared, impidiéndole escapar y,
por último, tomándola.
Un
día se retrasó en la entrega del trabajo. Fui a su estudio y llamé a la puerta.
No respondió nadie. Empujé la puerta y se abrió. Marianne debía haber salido a
algún recado.
Me
dirigí a la máquina de escribir para comprobar cómo iba el trabajo y vi un
texto que no reconocí. Pensé que tal vez estaba empezando a olvidarme de lo que
escribía. Pero eso era imposible. No era un escrito mío. Empecé a leer, y
entonces comprendí.
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